Hoy la reseña la vuelve a escribir el mismo colega que escribió la de Jardín de la Croix:
Probablemente, A Sun That Never Sets (2001) fue el trabajo con el que la banda americana Neurosis evolucionó hasta el rito, hasta hacer de su música todo un acontecimiento místico, en el que las campanas, los ecos y los gritos poseen el carácter de lo trascendente. En él se nos transporta a un espacio extraño a la civilización, a una caverna, a una colina próxima a la costa o quizás a un páramo, donde el hombre se asemeja a la bestia. Instrumentos de cuerda que acompañan al teclado, riffs cíclicos y un ritmo lento y letárgico de percusión que encrudece la escena, envuelven la ceremonia en un halo de santidad salvaje, de comunión ancestral con fuerzas invisibles.
Ciertamente, nadie podía esperar que Neurosis, después de Times Of Grace (1999), alcanzase tal grado de religiosidad. Pero no es una emoción dirigida a las alturas. Nos encontramos pues, sin duda, en la eternidad, en un universo cuyo sol nunca se pone; pero la creación todavía gime con dolores de parto: la ira de la naturaleza hace caer rocas desde el cielo y, sin embargo, aquella rabia de antaño es ahora melancólica. Neurosis interpreta, justamente, ese desgarro de tristeza, de lírica agonía. Obra maestra.
En este séptimo disco, Neurosis abandona casi por completo sus influencias más punk, y aunque sigue fiel a su sonido sludge, pasa a un plano mucho más experimental. El disco está compuesto por canciones largas, perfectamente pensadas y desarrolladas, en las que la furia es casi animal, y en las que los momentos de tranquilidad son sólo la antesala para futuras descargas de ira y rabia, sonando violento en todo instante.
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